Se equivocó el Gabo. Eligió a Fidel para su novela El otoño del patriarca y se perdió a Marulanda, que lo tenía en casa.
No es que Castro sea mal modelo. Su vida tuvo un mágico realismo entre el asalto al cuartel Moncada y la muerte de Allende.
Durante esos veinte años estuvo en prisión sin deprimirse, fue al exilio y retornó naufragando, hizo leso a un periodista estrella del NYT, llegó a La Habana en la torreta de un tanque, sembró de guerrillas los países del continente, aplastó a los invasores que le despachó Kennedy, no se le achicó a Jruschov y le aserruchó el piso a Allende.
Lo máximo fue que, por un pelo, no desencadenó una Tercera Guerra Mundial, onda termonuclear.
Sin embargo, después vino el largo deterioro del poder absoluto. Por casi cuatro décadas, la real magia del hombre ha sido sobrevivir, opinar y conseguir que los cubanos culpen de todo lo malo a sus subalternos.
Lo más seguro es que muera como editorialista.
Marulanda, en cambio, comenzó siendo Pedro Antonio Marín y desapareció de su casa a los 14 años, contados desde el 12 de mayo de 1928.
Sus evangelistas dicen que ahí comenzó su vida oculta, ocasionalmente desvelada por registros de la policía.
Según estos, adolescente, aún, cayó preso como literal incendiario político.
Al parecer, indujo una quemazón de casas, en su rol de líder de una patota liberal que jugaba a exterminarse con una patota conservadora.
Eran los años en que los colombianos se ocupaban de inventarle al Gabo el argumento de Cien años de soledad.
Luego emergió como el gran jefe “Tiro Fijo”. Había cumplido, con las FARC, el sueño del feudo personal y la guerrilla propia, demostrando un increíble poder de seducción.
Sus efectivos juraban que el combate era su diversión, la guerrilla su familia y la selva su residencia.
Uno escribió que dormir sobre el olor delicioso de las hojas frescas era el despipe.
Otro, más sincero, confesó que “aquí hasta se le adormecen los instintos sexuales a uno”.
Una marulandesa, terciando sobre el tema, dijo que nunca se enamoraría de un “civil”, pues pondría en peligro a la guerrilla y “sería un irrespeto para nuestros compañeros, que tienen las mismas calidades que el resto de los hombres”.
Sobre esa base incondicional, impuso su (poco suave) ley armada y construyó su mitología sin necesidad de viajar, compartir su poder o aspirar al gobierno.
Por eso, cuando llegaron las guerrillas de segunda generación, con Castro como “líder máximo”, éste debió montar una guerrilla colombiana paralela.
Marulanda no se le sometió y tampoco se subordinó al Partido Comunista de Colombia.
Este quiso convertir a las FARC en su “brazo militar”, pero terminó convertido en el brazo político de su jefe.
Luego llegaron y murieron las guerrillas de tercera generación, con los sandinistas a la cabeza.
Tiro Fijo, de pragmatismo ya consolidado, ahora combinaba el idealismo de los revolucionarios sesentistas con el autofinanciamiento espurio, mediante secuestros y protección de narcotraficantes.
Para limpiar la agenda, cada tantas décadas negociaba pacificaciones con los Presidentes del país.
Según computadores dignos de crédito, en sus últimos años hasta conquistó a un Presidente extranjero para que lo financiara.
En eso estaba cuando murió… o lo murieron. No en un hospital y en chandal, sino en su selva, de uniforme y a los 80 años cumplidos.
De éstos, coquetamente, restaba tres, para no lucir octogenario. ¿Te convences, Gabo, por qué nadie es profeta en Macondo?
Publicado en La Tercera el 1.6.08.
José Rodríguez Elizondo
José Rodríguez Elizondo
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