Por Noam Chomsky. Lingüista
A mediados de mayo, el presidente Bush viajó al Medio Oriente para establecer su legado con más firmeza en la parte del mundo que se convirtió en el principal foco de su presidencia.
El viaje tuvo dos destinos principales, elegidos para celebrar un importante aniversario: Israel, el cumpleaños 60 de su fundación y reconocimiento por parte de Estados Unidos, y Arabia Saudí, el aniversario 75 del reconocimiento, por parte de Estados Unidos, del reino, fundado poco antes.
Las opciones tenían sentido a la luz de la historia y del perdurable carácter de la política de Estados Unidos en Medio Oriente: control del petróleo y apoyo a los representantes que ayudan a mantener el flujo.
Pero hubo una omisión que no pasó desapercibida para los pueblos de la región. Aunque Bush celebró la fundación de Israel, no reconoció (y por supuesto, tampoco conmemoró), otro evento ocurrido precisamente hace 60 años: la destrucción de Palestina, la Nakba, como los palestinos aluden al evento que los desalojó de sus tierras.
Durante sus tres días en Jerusalén, Bush participó con entusiasmo en eventos y fue también a Masada, un sitio casi sagrado del nacionalismo judío.
Pero no visitó la sede de la autoridad palestina en Ramala, o Ciudad Gaza, o un campo de refugiados, o la población de Qalqilya, estrangulada por la muralla de separación, que se está convirtiendo ahora en la muralla de la anexión, bajo programas ilegales de asentamiento y desarrollo que Bush ha respaldado, convirtiéndose en el primer presidente estadounidense en hacer eso.
Y quedó fuera de cuestión que tuviese algún tipo de contacto con dirigentes de Hamas y parlamentarios, escogidos en la única elección libre realizada en el mundo árabe, y muchos de ellos en cárceles israelíes sin pretensión alguna de ser procesados en tribunales.
Los pretextos de esta actitud son insostenibles. Y tampoco se ha mencionado el hecho de que Hamas ha propuesto de manera reiterada un acuerdo de dos estados acatando el consenso de la comunidad internacional que Estados Unidos e Israel han rechazado, virtualmente solos, durante más de 30 años, y siguen haciéndolo.
Bush permitió al favorito de Estados Unidos, el presidente palestino Mahmud Abbas, que participara en reuniones en Egipto con muchos dirigentes regionales.
La última visita de Bush a Arabia Saudí fue en enero. En ambos viajes, buscó, sin éxito alguno, arrastrar al reino en una alianza antiiraní que intentaba forjar. Esa no es pequeña tarea, pese a la preocupación de los gobernantes sunis sobre "el surgimiento chiita" y la creciente influencia iraní, calificada de "agresiva".
Para los gobernantes saudíes, algún tipo de acuerdo con Irán parece preferible a una confrontación. Y si bien la opinión pública es marginalizada, no puede ser totalmente desechada. En una reciente encuesta hecha a los saudíes, Bush estuvo muy por encima de Osama Bin Laden en la categoría de "muy desfavorable", y dos veces más que el presidente de Irán Ahmadineyad y de Hassan Nasrallah, líder de Hezbolá, el aliado chiita de Irán en Líbano.
Las relaciones entre Estados Unidos y Arabia Saudí datan de 1933, el mismo año en que la Standard Oil de California obtuvo una concesión petrolera y geólogos norteamericanos comenzaron a explorar lo que se transformaría en una de las mayores reservas de petróleo del mundo.
Estados Unidos rápidamente actuó para tomar control del reino, un paso importante en el proceso por el cual asumió el control del mundo de manos de Gran Bretaña, que lentamente quedó reducida a ser "el socio menor", como lamentó la secretaría de Relaciones Exteriores británica, incapaz de contrarrestar "el imperialismo económico de los intereses empresariales norteamericanos".
La vigorosa alianza entre Estados Unidos e Israel asumió su presente forma en 1967, cuando Israel prestó un gran servicio a Estados Unidos al destruir el principal centro del nacionalismo árabe secular, el Egipto de Nasser, protegiendo al mismo tiempo a los monarcas saudíes de las amenazas del nacionalismo secular.
Planificadores estadounidenses habían reconocido una década más temprana que "el corolario lógico" de la oposición de Estados Unidos a un nacionalismo árabe "radical" (esto es, independiente) sería "respaldar a Israel como la única potencia prooccidental que queda en el Medio Oriente".
Las inversiones de corporaciones de Estados Unidos en la industria israelí de alta tecnología han crecido de manera drástica. Eso incluye a Intel, Hewlett Packard, Microsoft, Warren Buffett y otros, a los que se han unido importantes inversionistas de Japón y la India, en el último caso, una faceta de la estratégica alianza entre Estados Unidos, Israel y la India.
Por cierto, hay otros factores que subrayan la relación entre Estados Unidos e Israel. En Jerusalén, Bush mencionó "los lazos del libro", la fe "compartida por cristianos como yo, y los judíos", informó la prensa australiana, pero aparentemente no compartida por musulmanes o árabes cristianos, como aquellos de Belén, a los que se impide acceso a Jerusalén, situada a escasos kilómetros de distancia, debido a los ilegales proyectos israelíes de construcción de asentamientos.
El periódico "The Saudi Gazette" criticó con amargura la "audacia" de Bush de llamar a Israel "el hogar del pueblo elegido", una terminología usada por sectores israelíes religiosos de extrema derecha. "The Gazette" añadió que "la marca particular de bancarrota moral" de Bush "estuvo en plena exhibición cuando solo formuló una mención pasajera al estado palestino en su visión de la región de aquí en 60 años".
No resulta difícil discernir por qué el legado elegido por Bush debe subrayar las relaciones con Israel y Arabia Saudí, ofrecer una mirada de reojo a Egipto, y otra de desdén a los palestinos y su miserable situación, aparte de algunas frases rituales.
No hace falta detenerse demasiado en la idea de que las opciones del presidente nada tienen que ver con la justicia, con los derechos humanos, o con su visión de una "promoción" de la democracia que atrapó su alma apenas colapsaron los pretextos para la invasión de Iraq.
Pero las opciones coinciden con un principio general, observado con considerable coherencia: los derechos son asignados de acuerdo con el servicio que se presta al poder.
Los palestinos son pobres, débiles, dispersos y carentes de amigos. Es elemental, por lo tanto, que carezcan de derechos. En drástico contraste, Arabia Saudí cuenta con incomparables recursos energéticos, Egipto es el estado árabe más importante, e Israel es un rico país occidental y una potencia regional, con un ejército y una aviación que son más grandes y tecnológicamente más avanzados que cualquier potencia de la OTAN (aparte de su patrocinador), además de centenares de armas nucleares y con una economía avanzada y en buena parte militarizada estrechamente vinculada a Estados Unidos.
Los contornos de este legado son, por lo tanto, bastante predecibles.
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